Hubo una tarde mujer que te quisiera escribir. La de aquel agosto en la plaza Francia, ¿te acuerdas? El embarazo de tu cuerpo, el alarde de mi barba, y el temblor de tus mejillas, mis manos y la tarde. ¡Tan bajo la cruz del sur…! ; Más allá del mediodía.
Bajo nuestro viejo ombú soñamos juntos aquélla y todas las tardes que volvimos a su aroma, a sus raíces, a llenar de murmullos a los pájaros y a las ranas, a las flores y a los bancos, y al comenzar la penumbra, hasta el aire de todos los pasantes.
Pero hoy sólo quiero que aspires aquella antañada tarde; la inicial, del irrepetible encanto.
Hoy no podría, no sabría escribirte más.
Y te quisiera envoltura del rancio olor de nuestro viejo ombú de plaza Francia. Por eso no leas. Ahora no. Cierra los ojos y respira, sola, lenta, hondamente. Retiene y cobija el remoto y desamparado aroma que aún trepa, rancio, por sus raíces. Como aquella tarde de agosto, ¿Te recuerdas? ¿Buscando el beso desconocido? ¿Inaugurando el capítulo de la fragancia?
¿Qué importa el tiempo de ausencia? Hora, meses, años, ¿Qué importan? ¿Qué significan los números cuando tenemos que medir el recuerdo? Nada no significan nada. Solo a ti mujer, y sólo a mí, la ranciedad de nuestra plaza nos alcanza hoy, transoceánica, andariega, tan septentrional y perseguidora, incansable, a través de nuestro único perfume por el tiempo y el espacio.
Cuando leas estas simples páginas, apenas escrita desde la sociedad de mi lámpara, sentirás que las palabras te miran y te sacuden. Se habrá despertado tu estremecer, antiguo y lejano; aquél que yo tuve entre mis manos una tarde de agosto, en Plaza Francia, ¿te recuerdas?
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